Según los datos del Observatorio de Comportamiento Humano en la Empresa (OCHE), los directivos españoles tienen una relación compleja con la ambición. En primer lugar sorprenden los datos del estudio, realizado entre 900 directivos que trabajan en España, que indican que sólo para un tercio de los directivos varones encuestados la ambición es una cualidad digna y necesaria. Si bien este porcentaje sube al 43% entre las mujeres directivas. Las mujeres directivas parecen tener una mejor relación con la ambición que los varones de su misma profesión.
Para cuatro de cada diez entrevistados, la ambición es una cualidad indigna pero necesaria. Es decir, hay un número alto de directivos que se sienten ambiciosos por obligación. No están orgullosos de ser ambiciosos, pero sienten que es una cualidad necesaria para ejercer su profesión. De alguna forma, estas respuestas manifiestan una relación vergonzante con la ambición.
Un directivo que no se siente cómodo con su propia ambición trata de progresar con el freno de mano echado. Esta cualidad es una palabra maltratada en España, que merece ser rehabilitada para su uso cotidiano. Para muchas personas decir de alguien que es ambicioso equivale a decir que es una mala persona, carente de escrúpulos, dispuesta a cualquier cosa para conseguir lo que se propone. Tendemos a asociar este término con la ausencia de principios éticos y a la falta de respeto a las reglas del juego que rigen para todos.
Una forma más efectiva de entender estas ganas de progresar es considerarlos como el deseo profundo y claramente vivido de alcanzar un objetivo. La ambición es un estado de motivación superlativo. Este estado no tiene connotación ética alguna.
Obviamente, una persona sin principios éticos y muy ambiciosa es más peligrosa que una persona sin ética y sin ambición. El peligro no nace de la ambición, sino de la falta de marco ético. La ambición como tal no implica la necesaria falta de principios morales. Se puede ser muy ambicioso y respetar las reglas del juego. También se puede ser poco ambicioso sin más ética que el propio interés.
Pero no es una cualidad exclusiva de la clase directiva. En una historia universal de la ambición cabrían personajes tan dispares como San Francisco, el científico Santiago Ramón y Cajal, el presidente de EE UU John F. Kennedy, el futbolista Diego Maradona o el empresario Steve Jobs.
La ambición es uno de los motores internos del ser humano, como lo son el amor, el sexo, el deseo de trascender y también el miedo, el odio y la envidia. La cuestión es si la ambición está en el lado de los motores positivos o de los reprobables.
Los mejores deportistas ambicionan jugar su mejor partido. Los mejores artistas quieren hacer su mejor obra. Ambos aspiran a ser los mejores profesionales que pueden ser, romper un récord del mundo o pasar a la historia del arte. Nadie les critica por ambicionar esos logros.
Para alcanzar un objetivo primero hay que desearlo mucho. El deporte español, probablemente nuestra mejor carta de presentación a nivel internacional en este momento, es una muestra permanente de una buena relación entre el deseo profundo y el respeto de las reglas. Tanto las selecciones nacionales como los deportistas individuales dan muestras continuas de que es posible la convivencia entre la máxima aspiración y el juego limpio. De alguna forma, la cualidad de la ambición genera inconformismo con soluciones mediocres, con rendimientos por debajo de los que una persona sabe que puede hacer.
Para poner en marcha la energía personal que mueve la ambición, y mantenerla en el tiempo, hay que vivir de forma muy clara el objetivo. Muchas personas sólo tienen una idea vaga de lo que realmente quieren. Una forma de no enfrentarse a esa dificultad para concretar su objetivo es tachar de indeseable la ambiciosa intención del otro.
Los grandes avances sociales, científicos, artísticos, deportivos y empresariales antes de ser reales fueron soñados, deseados profundamente por alguien que, movido por la ambición de ver su sueño hecho realidad, se puso en marcha y creó las condiciones para alcanzar su objetivo. No tiene mucho sentido aplaudir los logros alcanzados y sentirse avergonzado del estado de motivación que los hizo posible.
Napoleón pedía generales con suerte. Nosotros pediríamos directivos con suerte, inconformistas y ambiciosos.